A partir de los años noventa de ha presentado un renovado dinamismo del cine a nivel mundial: la irrupción de nuevas tecnologías (más accesibles, manejables y baratas), el desarrollo del videoclip (que “adiestró” la mirada de una nueva generación) y la apuesta por propuestas locales (pero universales) favorecieron que el espectador pudiera notar la originalidad de las películas iraníes; el esplendor de las cinematografías australiana y neozelandesa; las apuestas formales europeas; las propuestas asiáticas; las promesas latinoamericanas y africanas, y las posibilidades del cine digital indie estadounidense.
En específico, el cine latinoamericano había tenido una breve historia de cine políticamente comprometido durante los años setenta. La conferencia de Bandung (Indonesia, 1959) había catapultado a los movimientos radicales cinematográficos de países en vías de desarrollo que serían designados de forma genérica como “tercer cine”.
Entre estos movimientos se cuenta el “Cinema Novo” de Brasil que para la década de los noventa estaba más frío que un cadáver: Glauber Rocha había muerto en 1981 y Nelson Pereira dos Santos ya había perdido la inspiración. Con ese panorama, Walter Salles, ajeno a las influencias de Glauber, haría una película memorable: “Central Station” (1998) que narra la historia de una maestra sin trabajo que se gana la vida escribiendo cartas para extraños en la estación de tren de Río de Janeiro hasta que su vida se cruza con el pequeño Josué, un huérfano reciente al que debe acompañar en un viaje al norte del país.
Antes de un lustro, Fernando Meirelles rodó “Ciudad de Dios” (2002), una brutal mirada a la violencia entre pandillas infantiles de las favelas de Río de janeiro. Meirelles utiliza planos y cortes rápidos, profundidad de campo, saturación de colores y encabalgamiento de escenas para evitar los tiempos muertos y sobredinamizar la acción tal como lo había aprendido en el mundo de la publicidad y con una mirada más cercana al videoclip.
En Argentina, el cine durante la dictadura estuvo sujeto a un rígido sistema de censura (que había prohibido la minucia de 727 películas entre 1969 y 1983) que sólo permito la producción de mediocres e ingenuos proyectos, salvo algunas excepciones como “Tiempo de Revancha” o “Últimos días de la víctima” (Adolfo Aristarain, 1981 y 1982).
El primer título de trascendencia de la “primavera democrática” sería “La Historia Oficial” de Luis Puenzo en 1986 que ganaría el premio a la mejor actriz en Cannes (Norma Leandro) y el Oscar para mejor película extranjera.
Aunque la mayoría de los cineastas se enfocaron en temas políticos: la dictadura, los exiliados y las Malvinas; también hubo expresiones como los dramas de época (“Camila”, María Luisa Bemberg, 1983 y “Tango Feroz”, Marcelo Piñeyro, 1993), comedia (“Esperando la carroza”, Alejandro Doria, 1985) e incluso el “kitsch” romántico “El lado oscuro del corazón” (Eliseo Subiela, 1992)
Pero eso no fue suficiente, para 1994 el cine argentino sólo producía once estrenos y una audiencia menor a los 325 mil espectadores que después de la promulgación la nueva ley de fomento al cine permitió alcanzar los 42 estrenos y una audiencia mayor a los seis millones de espectadores.
En México, por su parte, la renovación del cine estuvo marcada por Arturo Ripstein, asistente de Buñuel durante el rodaje de “El Ángel Exterminador” y que nunca negó la influencia que ejerció el cineasta español sobre su obra, y Jaime Humberto Hermosillo quien centró su filmografía en la homosexualidad (su obsesión por los planos largos le ganó la etiqueta como el realizador mexicano más innovador de la década de los ochenta).
Sin embargo, sería “Amores Perros” (González Iñarritu, 1999) con su narrativa fragmentada y brutalmente violenta, y “Y tu mamá también” (Alfonso Cuarón, 2001) con su tono de crítica desenfadada y casual, la riqueza de sus imágenes y la inclusión de elementos propios de la tragedia, las obras que ganarían nuevamente a México un lugar en las pantallas inte
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