domingo, 20 de noviembre de 2011

Adaptar o morir.

Ya hemos hablado en este mismo espacio sobre la adaptación de una obra literaria para convertirla en guión de una película y los peligros que implica este proceso de transmutación.
Toda vez que el cine surgió como un medio para narrar historias, existe la tendencia a asociarlo con la literatura tanto por parte de los cineastas, escritores y críticos como por el público. Los propios cineastas han reconocido la relación entre las dos artes en relación al potencial de la literatura como fuente de guiones para el cine, lo que parece, a primera vista lo más normal: en el principio está la palabra, pero siempre buscamos verla encarnada, y ello es válido también para los cineastas: “Dejas el libre (…) y de golpe te das cuenta que se ha instalado en tu sistema nervioso, de manera misteriosa, como un proyecto legítimo y con la fuerza suficiente para que tengas ganas de hacer una película con él.” (J.G. Ballard)
Sin embargo, uno de los primeros obstáculos a superar en una adaptación es lo que Roland Barthes llama el “espesor de signos”, lo que la literatura capta con la palabra, los signos de puntuación y la narración; el cine lo capta con el movimiento, la textura de la imagen, el sonido, el montaje, el encuadre y el manejo del tiempo, creando un lenguaje específico que no admite las traducciones literales de otros lenguajes como el literario, el pictórico o el teatral.
Subouraud nos menciona algunas de las estrategias más exitosas que se han utilizado para adaptar la literatura al cine, como la utilizada por Jean Delannoy en “La symphonie pastorale” (1946) donde la nieve se utiliza como un elemento significante que recupera el pretérito que utiliza André Gide para escribir su novela.
El uso del plano secuencia o la profundidad de campo de Orson Welles también han adquirido poderes significantes que pueden transmitir la ambigüedad de ciertos textos literarios. En “El proceso”, Welles utiliza el gran angular, los picados y contrapicados para recrear el onirismo de Kafka. No obstante, Welles no mantiene la estructura original de la novela, pero paradójicamente, al recomponerla preserva de mejor manera su esencia.
La adaptación nunca implica fidelidad, para Godard es obligado un cambio de valores e incluso de naturaleza. Al respecto de su adaptación de “El Desprecio” señala que “la novela de Moravia es un libro de quiosco vulgar y bonito, lleno de sentimientos clásicos y pasados de moda…” Sin embargo, mediante cambios (radicales) como la recomposición del personaje principal, la reducción del tiempo diegético, el enfasis en el “hecho odiseico”, la contraposición de escenarios modernos y antiguos, y la elección de un reparto multinacional, logró una obra cinematográfica muy superior al libro que le dio origen.
Para adaptar “Psicosis”, Hitchcock se enfrentó a otro problema ¿cómo engañar al espectador y mostrar al mismo tiempo?
Para lograr un resultado creíble era necesario emular las percepciones de un personaje psicótico y sembrar en la mente del público la certeza de la existencia de la madre, lo que logra al revelar el cuerpo de la madre, pero ocultando la mayor parte con el cuerpo de Bates y aderezando la escena con el elemento distractor de la “discusión” entre ambos personajes.
En “El bebé de Rosemary” y en “El Inquilino” (The Tenant), Polanski juega continuamente con la ambigüedad del punto de vista de los personajes, los fuera de campo y las pistas verdaderas y falsas que consiguen mantener el suspenso en el espectador que hace suya la mirada de la embarazada Rosemary o del polaco Trelkovsky frente a las conspiraciones de las que son víctimas.
Polanski muestra un respeto fiel a las novelas y no intenta engañar con una verdad trucada, sin embargo se permite utilizar el fuera de campo para sembrar dudas en la mente del espectador y arrastrarlo a los delirios de los protagonistas.
Adaptar una obra literaria al cine implica encontrar, entre las posibilidades del cine, la mejor manera de transformar esa historia creada para la mente en algo que, leído con los ojos, sea capaz de transmitir mediante un medio preponderantemente visual esos mensajes sutiles que son la delicia real de una novela.

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