Aki Kaurismaki (nacido en 1957 en finlandia) es considerado como uno de los mejores directores europeos actuales, famoso por sus películas ambientadas entre las clases sociales más bajas, ha dirigido 16 largometrajes, dos documentales y varios cortos que van desde road movies musicales (Los Vaqueros de Leningrado encuentran a Moisés y Los Vaqueros de Leningrado van a América que el propio director considera la peor película de toda la historia), comedias negras, tragicomedias agridulces (las más) y películas mudas (o casi).
Inició su trayectoria bajo la batuta de su hermano Mika con quien filmó “el síndrome del lago Saimaa” (1981) y fundó el “Midnight Sun Film Festival de Sodankylä”
Sin embargo, Aki rápidamente encontraría la temática que lo distinguiría del resto: el desamparo y la soledad al que están condenados los miembros más desprotegidos de la sociedad actual.
Dos de las primeras obras de este cineasta: “Crimen y castigo” (1983) –su primer largometraje en solitario— y “Hamlet va a los negocios” (1987) son las más sombrías. En la primera el protagonista, Rahikainen, no sólo rechaza el consuelo amoroso, sino que ya entre rejas, manifiesta su desinterés por dotar de algún objetivo a su vida.
En Hamlet, el protagonista, hijo y heredero de un gran consorcio, agoniza en un mundo regido por el poder y los comportamientos criminales propios de las altas finanzas de Helsinki. Es la única obra del finlandés que se concentra en la burguesía.
En 1986, el director entregaría la primera película de la llamada “Trilogía del Proletariado”, “Sombras en el Paraíso” como más tarde “Ariel” (1989) y La chica de la fábrica de cerillos (1990), serían la máxima saga sobre “perdedores” (así los llama Aki), ya se trate de un recolector de basura devenido en reo y abandonado pos su amante; un autoexiliado de la Finlandia rural en búsqueda de oportunidades laborales, y una obrera despreciada por sus padres y que sufrirá un ataque psicótico liberalizador.
El tratamiento de estas catástrofes mínimas siempre es sobrio, tan lacónico que recuerda por momentos a Bresson, pero a pesar de su avidez por mostrar un mundo melancólico donde la redención es poco factible, Kaurismaki sabe evitar el tono lastimero y melodramático, y se abandona a personajes casi silentes que se saben derrotados de antemano y en los que no cabe un germen de rebelión.
Los personajes son engendros del existencialismo: pertenecen a la clase trabajadora, viven esa precariedad laboral tan actual, son solitarios, pero nobles (y ansiosos por un gesto amistoso), conscientes no sólo de su condición de perdedores, sino también de su aislamiento social y de su desolación afectiva.
Sólo en contadas ocasiones, los personajes pueden encontrar un respiro a su desencanto gracias al “amor” que para el finladés se traduce no en el gesto romántico, sino en una suma de nostalgias que sólo sirve de frágil escudo contra la desolación como en “Ariel” y “Contraté un asesino a sueldo” (1990).
Una década después de su primera troilogía, Kaurismaki inicia la “Trilogía de Finlandia”, compuesta por “Nubes Pasajeras” (1996), “El hombre sin Pasado” (2002) y “Luces al atardecer” (2006), en la que retoma a los personajes habituales como trabajadores que se ven privados de su medio de subsistencia y que se ven orillados a construirse una nueva vida.
Destaca de esta trilogía, la segunda entrega: “El hombre sin pasado” (doblemente premiada en Cannes) en la que el cineasta parece mostrar por primera y única vez, un posible escape al desencanto crónico.
En esta película asistimos a la recuperación paulatina de un hombre que pierde la memoria después de un asalto violento y que se construye una vida y una personalidad muy ajena a la que ha olvidado.
El cine de Kaurismaki es una ventana a algunas de las peores enfermedades de este mundo posmoderno, pero a modo de tragedia griega, a partir del devenir de sus personajes tragicómicos seguro lograremos una catársis liberadora de nuestro conformismo.
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