Ya hemos hablado un poco sobre los movimientos de cámara como un elemento de lenguaje cinematográfico.
La cámara no sólo sustituye el ojo del espectador, sino que incluso le impone una forma de ver una secuencia: el “paneo” nos permite “barrer” horizontalmente una locación (la “cabeza” de la cámara rota sobre un trípode hacia la izquierda o la derecha, esto es, la cámara no cambia de lugar).
Con el “tilt” podemos describir una escena de forma vertical (la “cabeza” de la cámara rota de arriba abajo o viceversa).
Dolly |
Los movimientos monumentales o de grúa se logran montando la cámara en un brazo mecánico (a veces helicópteros o aviones) ya sea para describir la acción con amplios movimientos hacia arriba, abajo, hacia delante o atrás o con movimientos laterales.
La técnica de encuadre móvil es muy recurrida ya que aumenta la información sobre el espacio de la imagen; brinda mayor definición y relevancia a los objetos; cambia el foco de atención del espectador; favorece la percepción de tridimensionalidad; aligera la acción y, cansa menos al espectador.
Sobre todo desde la aparición de la tecnología digital, la técnica de cámara en mano ha llegado a su clímax (el operador no fija la cámara sobre un trípode o “dolly” sino que emplea su propio cuerpo como medio de soporte sin que medie la ayuda de un equipo de compensación), y es una técnica muy usada para crear imágenes agitadas; para enfatizar la sensación de “falso documental”; para intensificar la percepción de violencia y para generar puntos de vista subjetivos (cámara subjetiva).
La cámara que se mueve responde al principio cinematográfico “sigue el movimiento”: la cámara es el ojo de la audiencia y el espectador normalmente quiere estar lo más cercano a la acción que se pueda, que no sienta que está observando desde el asiento más barato el espectáculo. El cineasta debe darle a su audiencia el mejor punto de vista posible mediante el emplazamiento, desplazamiento y zoom de la cámara.
Por el contrario, la cámara fija es una técnica opuesta donde se escamotea al espectador su cercanía a la acción. Se le mantiene a raya y distante. Sólo puede presenciar lo que pasa a cuadro cuando los personajes coinciden en su limitado punto de vista. En este caso, el principio fílmico que prevalece es “esconder la acción” como un medio de crear curiosidad e intriga en el espectador. Prevalece la imaginación sobre lo efectivamente observado como forma de exacerbar el impacto de la acción.
La cámara en movimiento nos convierte en espías, los espectadores literalmente husmeamos por la locación. Tradicionalmente, las primeras tomas nos van aproximando por sucesión a la acción (la puerta de una casa, el ascenso por unas escaleras, una pareja amándose, el hombre que observa la escena con una pistola en la mano). Si la misma secuencia se rodara en cámara en mano propiciaríamos la sensación de “alguien” caminando hacia los amantes e incluso podríamos transmitir sus sentimientos encontrados mediante los movimientos de la cámara subjetiva.
La cámara fija, por su parte, produce una sensación de convertir al espectador en un fisgón, en un “voyeur” que es testigo del devenir de los personajes desde un punto de vista que no invasivo. Los personajes aparecerán y desaparecerán sin que nos sea posible seguirlos.
El cine latinoamericano actual ha optado—con mayor o menor acierto— por filmar con cámara fija (“La Tarea”, Hermosillo, 1991; “Elsa y Fred, Carnevale, 2005; Año Bisiesto, Michael Rowe, 2010, etc) reduciendo en muchos casos las posibilidades narrativas de una obra, pero bajo el aliciente que filmar en cámara fija reduce los costos de producción, es un control de daños en avanzada de la inexperiencia de los cineastas novatos, y, claro, en ocasiones puede ser una grata sorpresa.
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