domingo, 25 de septiembre de 2011

Cine y video

Aunque ambas tecnologías sirven para capturar y reproducir imágenes en movimiento, existen diferencias sustanciales y sutiles entre ambas.
Por principio de cuentas, hablemos de las diferencias tecnológicas, mientras el cine es un medio fotográfico en en que las imágenes filmadas son el resultado de los cambios químicos que provoca la luz al impactar las capas fotosensibles de la película (véase colaboración anterior: “La ciencia del cine”); el video es una tecnología magnética (incluso digital) en la que las ondas luminosas se traducen en impulsos eléctricos que se registran en una cinta magnética o se traducen en impulsos binarios, cuando se trata de un medio digital.
Mientras en el video analógico la luz de una escena activa la capa de fósforo sensible en el tubo recolector de la cámara y la luz se registra en el fósforo en líneas horizontales; en el video digital la luz se codifica en valores de voltaje (que sólo pueden ser 0 o 1).
Aunque las tecnologías de alta definición han logrado—con mayor o menor éxito— paliar estos problemas, una de las principales incompatibilidades entre el cine y el video tiene que ver con la calidad de imagen. Una película ofrece una proporción de contraste (relación entre las áreas de más brillo y oscuridad de la imagen) mucho mejor que el video lo que resulta en mayor detalle de luz, color y textura.
Por ejemplo, mientras una película ofrece desde 1,100 (negativo de 16 mm en color) a 3,000 líneas de video (negativo de 35 mm en color), una televisión casera tradicional sólo alcanza las 425 líneas de lectura. Un video estándar producido bajo la norma estadounidense (el NTSC —National Television System Committee—) alcanza los 350,000 pixeles por cuadro, (esto es 525 líneas con 600 pixeles por cada línea), muy por debajo de los siete millones pixeles que puede contener la película negativa en color de 35 mm.
Además, es común ver en las cintas de video fenómenos como las “colas de cometa” (estelas de luz que deja el movimiento de un cuerpo sobre un fondo negro), el “moiré” (la vibración aparente de superficies rayadas), la pérdida de valores de las sombras o colores sutiles a favor de los colores brillantes o el “empastado” del negro.
Por si fuera poco, el estándar de la imagen de video es de 30 cuadros por segundo, mientras que la velocidad del cine es de 24 fotogramas por segundo lo que implica un “desfase” entre ambas velocidades, esto es, cuando una película se transfiere a video no hay una equivalencia de uno a uno entre cuadros y fotogramas, y cuando congelamos la imagen en una videocasetera o un lector de DVD hay una probabilidad entre cuatro que la imagen congelada corresponda a un fotograma de la película real.
Pero probablemente la peor de las desaveniencias entre el cine y el video son las llamadas “versiones para la tv” que pueden esconder modificaciones, versiones alternas y hasta mutilaciones. Los formatos de cine suelen ser 11/3 veces su altura (1,33:1) o de 1.85 veces en relación a la altura, mientras que la proporción de la pantalla tradicional de televisión es 4:3 por ello que la imagen de cine sea mucho más ancha que alta ha implicado, al traducirse para “home theatre”, la supresión de hasta el 50 por ciento de la imagen original o de transformaciones más extrañas como convertir un “two-shot” en un “campo contra campo” o en la eliminación de uno de los elementos del dúo. Al igual que la HD (High Definition), las pantallas de plasma y LCD que guardan una proporción de 16:9 buscan una opción intermedia entre las proporciones del cine y la televisión estándar.
Las películas antiguas eran altamente flamables, las actuales están expuestas al deterioro, a rayarse y ensuciarse; sin embargo, parecen ser más durables que las videocintas que han demostrado ser más delicadas. Los mismos DVD son vulnerables a la humedad, magnetismo y oxidación y se les estima una vida útil de 50 años.
Otros medios de almacenaje y otros formatos deberán demostrar sus bondades y desventajas para los curadores. Para el cinéfilo, las preferencias se basarán seguramente en la posibilidad de atesorar de la mejor manera y con la mayor fidelidad las películas que lo mueven.

La ciencia del cine

Cuando por fin la sala queda a oscuras y nos preparamos para disfrutar de la película que hemos elegido, es poco probable que nos distraigamos reflexionando sobre la ilusión óptica que nos permite percibir el falso movimiento proyectado.

La acción percibida se logra mediante la sucesión rápida de miles de fotogramas (imágenes fijas ligeramente distintas entre sí). A cada fotograma sigue un instante de oscuridad de tal forma que —aunque no lo notemos— la mitad del tiempo no se proyectan imágenes sobre la pantalla, pero gracias a la “persistencia retineana” (toda imagen que llega a nuestros ojos permanece brevemente en la retina) es casi imposible que nos demos cuenta de este escamoteo de imágenes.

Por otra parte, el “movimiento aparente” es ese empeño de nuestro cerebro en hilar la continuidad de acción entre fotogramas centelleantes y cambiantes para observar figuras en acción donde sólo hay fotos fijas en sucesión.

Por último, es necesario que los fotogramas se sucedan a una buena velocidad para que no se perciban “saltos” en la proyección, a este fenómeno se le llama “inercia de la visión”. A mayor velocidad, el cerebro percibirá un haz de luz en lugar de destellos.

Durante los primeros años del cine, las películas se proyectaban a 16 o 20 fotogramas por segundo y alcanzamos a ver esos instantes de oscuridad. Actualmente, las películas se proyectan a 24 cuadros por segundo y la imagen es impactada dos veces por el haz de luz de tal forma que se ha eliminado cualquier posible “pérdida” entre cuadros.

La velocidad de proyección nos lleva al metraje, esto es, la cantidad de cinta necesaria para contener una película, las películas sonoras corren en el proyector a 90 pies por minuto (27.43 m) lo que arroja que cada hora de película proyectada mide una milla (1.6 Km), lo que implica que una película respetable de hora y media podría extenderse por toda la Calzada de los Muertos de Teotihuacán y todavía nos sobrarían 400 metros.

La película tradicional análoga, al igual que sus parientes, los antiguos rollos de fotografía, es una base de acetato transparente emulsionada en uno de sus lados (el lado se ve opaco). La emulsión consiste en capas gelatinizadas de soluciones químicas sensibles a la luz, de tal forma que cuando ésta choca contra la emulsión provoca una reacción química causa acumulaciones de cristales en ciertas zonas que varían en densidad de acuerdo a la intensidad con la que la luz incide.

Mientras que la cinta de película en blanco y negro está cubierta por una única capa de emulsión (de haluro de plata), las películas en color tienen varias capas: una por cada color que se desea filtrar además de las tres obligadas para filtrar el espectro primario (rojo, amarillo y azul).

La cinta también posee una serie de perforaciones a cada lado que sirven para ser enganchadas por los dientes de los mecanismos de cámaras y proyectores para que puedan “correr” a un ritmo constante y continuo.

Uno de los lados está reservado para incluir la banda sonora, esto es, la totalidad de lo que debe oirse con la proyección (sonido diegético, extradiegético, música, incidentales, diálogos, etc.). La banda sonora puede ser magnética u óptica. Cuando la banda es magnética es leída por un aparato parecido a un lector de casete. Por su parte, si la banda es óptica, ésta muestra distintas intensidades de luz que se transforman en impulsos eléctricos y de ahí en sonidos.

Tanto el tamaño de las perforaciones como el lugar reservado para la banda sonora dependen del formato de película que se esté usando (Súper 8, 16 mm, 35 mm, 70 mm, Imax) y es un estándar mundial que facilita el intercambio entre países.

Cuando se habla de la magia del cine es obligado pensar en lo extraordinario que fue conjuntar tantas tecnologías para crear este arte tan moderno, pero el espacio es poco para agotar el tema y ofrecer una mirada a las tripas científicas de nuestro amado cine. Ya volveremos.

Rigurosamente cinematográfico

Robert Bresson, ese cineasta francés nacido en 1901, fue el creador de un discurso de absoluto ascetismo que se demuestra en sus trece largometrajes que son tan admirables como severos.

Mientras sus contemporáneos —Fellini, Antonioni y Bergman— escogieron el camino de expresar sus angustias existenciales mediante las actuaciones emotivas y los personajes entrañables; Bresson eligió subyugar al espectador con una mirada aparentemente fría y distante, totalmente desvinculada del cine tradicional, al que Bresson acusaba de teatral, y “rigurosamente cinematográfica”. Este estilo busca crear una emoción en el espectador a partir de esa “falta” de subjetividad en el personaje, de tal forma que el sentimiento sea propio y no un reflejo de los “fingidos” por el actor.

Es conocido que Bresson hacía ensayar a sus actores (que no eran actores profesionales desde “Un hombre condenado escapa”, 1956) una y otra vez la misma escena hasta que los diálogos, a fuerza de repetición, fueran enunciados mecánicamente y quedaran libres de la carga emocional del actor. Los actores no debían actuar, debían transformaran en receptáculos, en “modelos” (objetos).

Bresson no sólo fue un creador, fue un ideólogo de la “cinematografía” (término que usaba para diferenciar sus estrategias del “cine”, entendido como las películas de corte teatral). Esto le obligó a controvertir, película a película, los excesos de los cánones fílmicos hasta llegar a una cinematografía minimalista donde cada gesto, cada palabra e imagen cuenta.

Con ese ánimo, renunció a las actuaciones memorables (Renée Faure y Sylvie en “Les Anges du péché”, 1943, o Marie Casares en “Les Dames du Bois de Boulogne”, 1945), al exceso de planos e incluso a la magistral fotografía de L. H. Burel en “Le Journal d'un curé de champagne” (1950).

En la carrera de este maestro pueden identificarse dos periodos: el primero, al que algunos críticos como Paul Schrader, calificaron como “trascendente”, se caracteriza  por finales de redención y del triunfo espiritual de sus protagonistas: además de las tres enunciadas, “Pickpocket” (1959) y “Procès de Jeanne d'Arc” (1962) donde, al contrario de su costumbre, Bresson opta por un final simbólico: la escena final muestra, la estaca humeante donde quemaron  a Juana.

A partir de “Au hasard Balthazar” (1966), Bresson ofrece una mirada desencantada donde no existe la posibilidad de redención y donde los protagonistas fracasan por debilidad o por la indiferencia del mundo que intentan cambiar. Este cambio redundó en la aceptación del público poco dispuesto a enfrentarse a tales niveles de pesimismo.

Bresson, sin embargo, es fiel a sus concepciones que tienen origen en la introspección: tanto su visión trascendental, como su posterior desilusión no se pueden explicar a partir de la religiosidad o del compromiso político. Está más allá del catolicismo, de la fe en la vida eterna y de las ideologías.

Contemplar una obra de Bresson es aceptar el reto de adentrarnos en un terreno aparentemente árido donde una belleza sobria, rigurosa y poética está presente en cada encuadre. Este director raya los límites de la abstracción al fragmentar los cuerpos, al redimensionar los gestos, el juego de miradas y el sonido como bien se demuestra en “Pickpocket” (1959), una de sus más destacadas obras, en la que hay que resaltar el llamado “ballet de las manos”: una secuencia sin diálogo donde el novel ladrón Michel (Martín Lasalle) es iniciado en las artes del carterismo.

Las películas de Bresson nos pueden llevar por los caminos ascéticos de Juana de Arco, o a la metáfora del mesías encarnado en el destino de un burro, incluso a la atormentada dupla del crimen y castigo o de la la culpabilidad y el perdón, pero también puede enfrentarnos a la pérdida de valores mediante una fábula medieval y caballeresca como “Lancelot du Lac” (1974), o al nihilismo de la juventud (“Le diable probablement”, 1977) o del consumismo pernicioso (“L’argent” 1984).

Ver la obra de Bresson es descubrir la materia de la que están hechos los hombres, es "alcanzar ese 'corazón' que no se deja atrapar ni por la poesía, ni por la filosofía, ni por la dramaturgia."

Censura a la mexicana

En la historia del cine mexicano, la censura se ha mostrado bajo una máscara discreta, bajo la etiqueta de “supervisión”, las películas han sufrido todo tipo de vejaciones que mucho tienen que ver con la falta de criterio de las autoridades para determinar cuáles producciones pueden ser exhibidas de manera pública, o, peor aún, para fundamentar la mutilación o el “enlatamiento” de ciertas cintas.


Desde el temprano 1910, durante el gobierno de Francisco I. Madero, las salas de cine se multiplicaron y surgió la figura del “inspector” cuya función era fomentar la “higiene del espíritu” del pueblo, alejarlo del vicio y de las “bajas pasiones”. Era la época de las vistas que alternaban con variedades diversas que incluían actos de bailarinas, prestidigitadores y payasos: el Cine Pathé fue clausurado porque las variedades atentaban contra la moral.



Con la promulgación de la Constitución de 1917, el Gobierno de Venustiano Carranza incluyó un régimen legal para la producción, distribución y exhibición que sería el inicio formal de la industria cinematográfica en México, pero en octubre de 1919, también se publicó el Reglamento de Censura Cinematográfica (RCC), a cargo del Departamento de Censura dependiente, desde entonces, de la Secretaría de Gobernación.



El cine revolucionario debía exaltar la figura del héroe rural y de la revuelta nacional, así que cuando Fernando de Fuentes presentó a un Pancho Villa capaz de asesinar a la esposa e hija de uno de sus dorados para obligarlo a regresar a la lucha, el resultado era predecible: el final de “Vámonos con Pancho Villa” (1935) tuvo que ser eliminado.



Durante La época de oro del cine nacional que comprende los años 40 y 50, directores como Bracho, Gavaldón, Rodríguez, Fernández y Galindo llenan las salas cinematográficas con películas que buscan una afirmación de la nacionalidad, la exaltación de los pobres y la abnegación de las madres.


Aunque la mayoría de las veces se retrató a un México distorsionado, hubo producciones que fueron la excepción de la regla: “Los Olvidados” (Luis Buñuel, 1950) que sin embargo tuvo que optar por un final más “suave” que el original y aun así, la película salió de cartelera a la semana de su estreno.


Ya fueran de temática urbana o rural, algunas cintas fueron censuradas por transgredir la buena imagen de lo militar como en “Las abandonadas” (Emilio Fernández, 1944); por criticar el caciquismo (“El brazo fuerte” de Giovanni Korporaal, 1958)o la política (“El impostor” de Emilio Fernández, 1956); por presentar escenas de desnudos (“Cada quien su vida” de Julio Bracho, 1959)o por “poner en peligro” nuestras relaciones diplomáticas (“Espaldas mojadas” de Alejandro Galindo, 1953).


Sin que mediaran razones claras para su censura, “La sombra del caudillo” (Julio Bracho, 1960), film basado en la novela de Martín Luis Guzmán y que retrata las sucesiones presidenciales de 1924 y 1928, se convirtió en el ícono de la película maldita mexicana.

Ya en los 70, durante el gobierno de Echeverría, “Nuevo Mundo” (1976), opera prima de Gabriel Retes fue retirada de cartelera a los tres días de su estreno debido a que su propuesta de la creación de la Virgen de Guadalupe a partir de un modelo indígena escandalizó a las buenas y devotas conciencias de la clase media.


“La Viuda Negra” (1977) de Arturo Ripstein tuvo que soportar seis años en la lata antes de que lograra exhibirse debido a las escenas por demás escandalosas que mostraban el amorío entre un ama de llaves (Isela Vega) y un párroco (Mario Almada).


Bajo el mismo estigma, “Redondo” (1984) de Raúl Busteros seguramente nunca alcanzará las salas de cine mexicanas ya que la rebelión de un grupo de monjas poblanas en el siglo XVIII es narrada con imágenes irreverentes y secuencias con connotaciones sexuales hacia la imagen de Jesucristo.


Y podríamos enlistar casos curiosos, indignantes e incomprensibles de censura en estos casi cien años de vida del cine mexicano, más los que se acumulen.


¿De quién esta película?



Estamos acostumbrados a pensar en el director como el autor de una película y esa afirmación es cierta cuando hablamos de producciones individuales como las de Lumiére o en casos asumidos como el llamado “cine de autor”, sin embargo, cuando la película es producida por todo un grupo, esa autoría se disuelve entre todos los involucrados como en el caso de la producción a gran escala o producción de estudio.

En la producción de estudio se asigna tareas a un sinfín de individuos (Directores de fotografía, animación, producción, continuista, diseñador de sonido, actores, extras, editor, camarógrafo, etc.) por lo que es difícil determinar los límites de cada oficio y sobre todo, determinar a quién se le puede llamar el dueño y señor de la obra final, honor que normalmente se disputa entre el guionista, productor y director.

El guión es un insumo de la preproducción y como ya se mencionó en otra colaboración, es sólo el embrión de la película, una película escrita que debe ser transformada en imágenes, pero el guionista tiene poca o nula injerencia sobre durante esta transformación, de tal forma que los guiones y las películas resultantes suelen tener pocos puntos en común, aunque en cines no hollywodenses el director y el guionista son la misma persona o trabajan de la mano.

Por otra parte, el productor es quien debe buscar las fuentes de financiamiento necesarias para producir una película así como cuidar que esos recursos sean utilizados adecuadamente y dentro de presupuesto. El productor es un censor económico y aunque supervisa en su totalidad el proyecto, casi nunca tiene poder de decisión sobre las actividades cotidianas que implica el rodaje o la edición.

Por último, el director es quien toma las decisiones cruciales sobre actuación, arte, iluminación, encuadres, fotografía, edición y sonido, esto es, sobre cada etapa de la creación de una película (preproducción, rodaje y edición), así que es él quien plasma en el rollo su idea de esa película que será vista y oída por el espectador.

Sin embargo, a pesar de su aparente poder omnímodo, el director no es un experto en todo así que conjunta a un equipo técnico y artístico con habilidades y talentos complementarios en el que delega ciertas actividades y que a veces, logran descollar lo suficiente como para marcar su paso por una filmación con su sello personal, así ha habido camarógrafos, músicos, diseñadores y coreógrafos con trabajos inimitables.

Ahora bien, las decisiones del director están limitadas por el tipo de película: en un documental, el director no puede (ni debe) controlar la totalidad de las variables ya que en una obra que intenta retratar y no recrear, el guión y los ensayos no existen; la luz, el sonido, la actuación del elenco y los escenarios se toman directamente del natural, y sólo puede controlarse el emplazamiento de la cámara, los encuadres y la edición. En el cine de ficción, por el contrario, el director puede tomar decisiones sobre todos los aspectos de obra.

En la actualidad es muy común que los directores independientes o de cierto renombre controlen casi toda la producción al grado de poder optar por tecnologías obsoletas o limitadas como la edición a mano (y no digital) de los Hermanos Coen o la negativa de Scorsese y de Robert Altman para regrabar el audio en estudio a favor del sonido en directo. Sin embargo, hubo una época donde esa libertad para decidir sobre el último corte de la película estaba reservado para el estudio, ello obligó a más de un cineasta a recurrir a estrategias para eludir esa limitación, así, por ejemplo, John Ford cortaba la película en su cabeza y sólo hacía una toma para obligar al editor a juntar las tomas de acuerdo a su plan mental o las cláusulas legales de Kubrick que evitaban la manipulación posterior de sus obras.

Si bien siempre puede quedar a discusión quién es el autor de una película es innegable que el director es un elemento clave ya que tiene a su cargo la última palabra sobre la forma y estilo de una película.

El maestro Godard


Su pasión inagotable por el cine que lo hacía deambular continuamente entre los programas de la Cinemateca y los cineclub parisinos, lo llevó a trabajar como crítico cinematográfico en “Cahiers du Cinéma” donde se sumaría a André Bazin, François Truffaut, Éric Rohmer, Claude Chabrol y Jacques Rivette para engendrar la “Nouvelle Vague”.

Después de un par de cortos, Godard inició el rodaje de su primer largometraje: “Sin Aliento” (1959) sobre un guión de Truffaut y con la colaboración de Claude Chabrol. La película que cuenta la epopeya de un delincuente de poca monta (Jean-Paul Belmondo) por recuperar un dinero, huir de la policía y reconquistar a su amada estadounidense Patricia (Jean Seberg), supuso una revolución y se convirtió en la película ícono de la Nouvelle Vague.

“Sin aliento” es la ruptura total con el lenguaje cinematográfico tradicional: el uso de cámara en mano, el tratamiento tipo documental, la utilización de digresiones, el uso del lenguaje grosero (y de la discontinuidad) como provocación, además del uso laxo del guión que favorece la improvisación, los apartes de los actores, la alteración del raccord (continuidad narrativa) ya sea con movimientos de cámara o fundidos, provocando asincronías. Como él mismo afirmó: “Una película ha de tener planteamiento, nudo y desenlace, pero no necesariamente en ese orden.”

En los siguientes años, Godard colaboró con otros integrantes del movimiento como actor, co-director o productor, a la vez que dirigió películas destacadas (“Banda aparte”, “Pierrot el loco”, “Alphaville”, etc.).

A partir de “Made in USA”, el cine de Godard suma al radicalismo formal, el radicalismo político (“La China” y “Weekend”) y son la antesala de su adhesión al maoísmo.

Durante el Mayo de París (1968), Godard, Truffaut, Polanski y otros cineastas hacen suspender el Festival de Cannes en apoyo al movimiento estudiantil y obrero.

En este mismo año, dirige el documental “Sympathy for the Devil” que muestra simultáneamente el nacimiento de la canción de los Rolling Stones y otros discursos revolucionarios.

La creación del Grupo Dziga-Vertov daría como resultado películas rodadas en 16 mm, influenciadas por el cine de propaganda soviético y que abandonan el campo de la ficción para transformarse en “ensayos fílmicos” con un discurso marxista radical.

Todavía comprometido con la militancia revolucionaria, Godard probó a dirigir obras más digeribles como “Todo va bien” (1972), sin embargo en 1976 con “Aquí y en otro lugar”, Godard abjuró de sus creencias maoístas.

La década de los 80 marcó el retorno de Godard al formato de 35mm. De esta década destaca la polémica “Yo te saludo, María” (1985) a la que siguió la serie documental “Histoire(s) du cinéma” donde Godard da su punto de vista sobre la historia del cine y que más que un relato compagina, superpone y contrapone imágenes, elementos gráficos y palabras.

Durante el nuevo siglo, Godard ofrece a su público “Elogio del amor” (2001) una reflexión sobre el efecto del tiempo sobre el amor y los eventos cotidianos de las relaciones (encuentros y desencuentros) mostrados a través de tres parejas de distintas edades.

Con una estructura de “sinfonía de tres tiempos”, “Nuestra Música” (2004) y “Un filme socialista” (2010) son críticas a los prejuicios, ideologías y sueños de la humanidad donde ya sea a través de los tres reinos de Dante (Infierno, Purgatorio y Cielo) o de un crucero que nos lleva por génesis y mitologías, Godard nos obliga a mirarnos al espejo y a poner en duda el sustento de nuestras ideas más queridas y de las problemáticas sociales ante las que preferimos cerrar los ojos.

Godard ha sido acusado de críptico y algo hay de eso: sus películas son revulsivas porque nunca ha pretendido tener espectadores que no estén dispuestos a declarar, como él mismo lo ha hecho, una lucha abierta al conformismo de las mentes contemporáneas. Nuestra tarea, ahora, es hacer las conclusiones pertinentes.

Pa’ su m… ¿quieres saber qué es una buena película?


El cine es tan popular que parece que eso le da derecho a cualquier hijo de vecino de alabar o sobajar las películas sin discreción alguna y siempre escudados tras la oración “para mi es buenísima”.

Ver una película es un proceso avasallador por el que nos abandonamos a la historia y a las emociones que nos puede despertar, bajo esta óptica tan personal y emotiva, siempre podremos tachar de buena o mala a un filme en la medida que me haya divertido o emocionado. Este criterio primitivo se basa únicamente en la emoción está considerado por Laurent Julier como uno de los seis que puede usar el espectador poco adiestrado para sustentar sus dichos y que se traduce en frases del tipo “yo sólo veo películas que me diviertan”, “no me gustan las películas que me hacen sufrir”.

Otra forma común de establecer un criterio sobre los méritos de una película es excluirnos de esa responsabilidad y endosársela a otros que pensamos con mayores conocimientos como los críticos, por ejemplo (aunque a veces no entendamos qué nos quisieron decir), nuestros amigos, familiares o conocidos (ya sea porque sus gustos coinciden con los nuestros o tienen mejor olfato para descubrir el arte).

Lo malo es que pocas veces podemos conocer los elementos que utiliza un crítico (o un jurado) para denostar o encumbrar cualquier obra y quedamos, nuevamente, a merced de nuestras limitaciones para apreciar el “buen” cine.

Además de la emoción, Jullier señala el éxito, la calidad técnica, la edificación, la originalidad y la cohesión como los criterios más usados para calificar una película.

El éxito de una película puede medirse con base en el número de personas que la fueron a ver, el dinero recaudado, óscares (u otros premios) ganados, el número de estrellas en IMDB, etc.

La calidad técnica (“es una película muy bien hecha”, “se utilizaron tantas cámaras y tantas poleas”) también es considerada por Julier como un criterio muy ordinario para calificar una película, toda vez que el valor artístico de una película no va de la mano con los efectos especiales, horas/hombre o con los artilugios tecnológicos utilizados. Un desprolijo plano de Kubrick siempre será más artístico que cualquier emisión televisiva y una película plagada de efectos no es por ello mejor que una minimalista.

La edificación, un concepto también común a todos los seres humanos, se traduce en que el mérito de una película se basa en sus habilidades “didácticas”, en que “nos deje algo”, ya sean reflexiones o aprendizajes de vida.

Por último, los criterios que Julier ya califica como sofisticados porque exigen un conocimiento más profundo de cinematografía son la originalidad y la cohesión.

Una película es original en la medida que se diferencia de otras obras, esto implica una comparación para evitar “hincarnos ante cualquier barbón” por no conocer a Dios.

La cohesión, por último, surge de un análisis que permite definir si la forma narrativa es la mejor entre las posibles y si la película cuenta con una economía de recursos (sólo usa los elementos estrictamente necesarios y los más eficaces).

La cohesión implica volver a ver la película una y otra vez, para que en cada lectura podamos reconocer la virtud de cada elemento y recurso de la puesta en escena (descubrir el porqué de cada elección del cineasta: planos, encuadres, iluminación, movimientos de cámara, sonido, pantomima, arte, etc.), así como las pequeñas imperfecciones que dotan de vida el montaje y la forma como se van engarzando para contar una historia de la mejor forma posible.

Cuanto más conocemos sobre la cinematografía y más dominamos los términos técnicos, más libres somos para escoger los objetos que gozan de nuestra preferencia y, lejos de desechar los placeres “sencillos”, estamos en posibilidad de aumentar el círculo de las imágenes que nos emocionan y de definir, con las mejores bases, qué es una buena película.


El triunfo de la belleza


La película de propaganda normalmente puede adoptar las formas de un documental o de una película de ficción que promueve la obediencia a una causa o partido por lo tanto utilizará todos los recursos disponibles para encaminar a los espectadores a creer, actuar o pensar en un mismo sentido.

Se gesta, sobre todo, en el seno de regímenes totalitarios (insisto, no exclusivamente: el país con mayor propaganda es el “democrático” EUA) buscando una mayor gloria y aceptación de las instituciones dirigentes, o bien como medio para justificar conflictos armados. La película de propaganda es un panfleto político llevado a la pantalla.

Y aunque desde 1898 ya encontramos películas de propaganda como “Tearing Down the Spanish Flag” (Rompamos la bandera española) que abordaba la Guerra Hispano-Norteamericana que se desarrollo en Cuba, sería durante las décadas de los años veinte y treinta que este género alcanzaría su mayor auge y que coincide con el ascenso del fascismo y el comunismo soviético.

El cine es una tecnología que impacta todos los sentidos y cautiva la mente, en pocas palabras: seduce, así que los ideólogos del mundo rápidamente entendieron las posibilidades del invento para ganar la conciencia popular para sus propias causas así como la necesidad de asegurar su control.

En la URSS, la producción y distribución pasaron a poder del Estado, anulando cualquier intento de creación que no llevara una carga ideológica, y Einsenstein se transfiguró en el ícono de la ficción propagandística soviética con obras como “El Acorazado Potemkim” (1925), “Octubre” (1926) y “Alexander Nevsky” (1937) (una evidente campaña antigermana).

El cine italiano mantuvo un perfil más bajo, sin embargo destacan “La Vieja Guardia” (Blasetti, 1933) —el líder de un grupo de represión de las huelgas campesinas es testigo de la muerte de su hermano menor a manos de los subversivos, lo que culminará en unirse a la marcha sobre Roma encabezada por el Duce— y la mirada poética sobre la marcialidad romana y la figura del líder en “Escipión El Africano”  de Carmine Gallone (1937).

En Alemania, el maquiavélico y genial Ministro de Instrucción Pública y Propaganda, Joseph Goebbels, tuvo a su cargo la construcción de la mitología del nacionalsocialismo, tarea en la que el papel del cine era descisivo.

Bajo la premisa de que “no hablamos para decir algo, sino para obtener un determinado efecto”, Goebbels eligió a Leni Riefenstahl para crear una de las obras propagandísticas más efectiva jamás filmada: “El Triunfo de la Voluntad” (1935).

En “El Triunfo de la Voluntad” está plasmada la totalidad de signos del Nacionalsocialismo: los ritos y figuras están soberbiamente coreografiados en una puesta en escena que inunde los sentidos, que logre cautivar y enardecer a las masas y alcance para atemorizar a los enemigos por medio de símbolos gráficos, desfiles ostentosos, música épica y el despliegue de banderas y uniformes.

A esta obra seguiría “Olympia” (1938) que despliega la misma estética monumental, pero con el escenario de los Juegos Olímpicos de 1936 que debía ser el evento ideal para ilustrar la supremacía de la raza aria.

Los atletas germanos debían ser presentados de tal forma que su pureza física fuera el reflejo de la fortaleza moral de su pueblo, pero Leni supo traspasar esos límites: sus obras son excelsas y reflejan una estética que le valió para “Olympia”, los premios del Festival de Venecia de 1938 y de los Kinema Junpo Awards de 1941.

Susan Sontang, tan ajena a la ideología fascista, reconoce que: "La belleza en las representaciones de la Riefenstahl nunca es sosa, como lo es en otras artes visuales nazis. Sabía apreciar la variedad de tipos corporales; en cuestión de belleza no era racista. Y muestra lo que según las más ingenuas normas estéticas nazis se podría considerar una imperfección: el esfuerzo auténtico, como en los cuerpos deformados por el ansia de triunfo y las venas hinchadas y los ojos saltones de los atletas."

Eso sucede cuando la belleza es la ideología a seguir.

El director bicéfalo


Joel Coen e Ethan Coen, nacidos en Minnesota, son parte de esa camada de cineastas independientes surgida en las décadas de los ochenta y noventa y que conmocionó a la industria estadounidense con sus nuevas formas de construcción narrativa y el uso inovador de recursos expresivos.

Con fuerte influencia del cine negro, las películas de este dúo dinámico se caracterizan por el humor negro, la ironía fina y la exploración exhaustiva de recursos ópticos que hacen a sus películas visualmente muy atractivas (por ejemplo, las tomas de alta velocidad y los close-up con gran angular que recuerdan el cómic en “Raising Arizona”, o bien, el purismo monástico de “El hombre que nunca estuvo”).

Este “two-headed director” inició con buen pie su carrera, su primera película “Blood Simple” (1984), una sórdida historia sobre los planes del dueño de un bar para matar a su esposa y su amante, ganó premios en Sundance y en los International Spirits Awards.

Esta “opera prima” ya muestra algunos elementos que harán tan deleitables las siguientes creaciones de los Coen: homenajes cinematográficos, sorprendentes vueltas de tuerca y diálogos bien construidos que pueden ser a veces escasos (“El hombre que nunca estuvo”, “Fargo”, “No Country for Old Men”), o locuaces (“The Big Lebowski”, “Raising Arizona”).

“Barton Fink” (1991), la inclasificable y enigmática historia del bloqueo de un escritor neoyorquino que le impide terminar el guión de una película y que fue ideada durante el propio bloqueo de los Coen mientras trabajaban en “Miller's Crossing” (1990), tuvo un éxito arrollador. Fue nominada a los Óscares y ganó el premio a la dirección y la codiciada Palma de Oro del Festival de Cannes.

Tras su fallida incursión en las películas de alto presupuesto (“The Hudsucker Proxy”), los Coen regresan al cine austero y a los argumentos de planes retorcidos con “Fargo” (1996), un hombre con problemas económicos decide secuestrar a su esposa y pedir rescate a su suegro, pero el plan (como en toda película coeniana) se sale de toda previsión.

Fargo ganó elogios a los diálogos y a las actuaciones, además de un premio BAFTA, el premio a la dirección de Cannes, y dos Óscar (mejor guión original y mejor actriz para Francis McDormand, la también esposa de Joel).

A los éxitos “The Big Lebowski” (1998) y “O Brother, Where Art Thou?” (2000), los Coen deciden cambiar de tono con “’El hombre que nunca estuvo” (2001) que no sólo nos muestra a un lacónico y casi silente protagonista, sino que está rodada en un cuidado blanco y negro.

A la comercialísima “Intolerable Cruelty” (2003) y a la mediana “The Ladykillers” (2004), los Coen regresan a las temáticas oscuras con “No Country for Old Men” (2007) que se caracteriza por austeridad, severos matices y muy pocos efectos de comedia negra que resalta la violencia imparable de Anton Chigurh (Javier Bardem).

La película se anotó como una de las más premiadas en la historia de los óscares con cuatro premios: Mejor película, Mejor director, Mejor guión adaptado y Mejor actor de reparto para Bardem.

Apoyados en el impulso de su éxito, “Burn After Reading” y “A Serious Man” tuvieron una excelente recepción en el público y en 2010, los Coen se arriesgaron nuevamente a intentar un “remake” (existe una versión de “The Ladykillers” de 1955), esta vez de un western ya filmado en 1969 por Henry Hathaway y protagonizado por John Wayne.

El reto era hacer un western a partir de la mirada de la protagonista de 14 años (algo nunca hecho por el dúo), sin dejar de imprimir ese toque ácido, pesimista y despiadado que los Coen logran a través del héroe cansado y desilusionado que encarna magistralmente Jeff Bridges.

Las diez nominaciones que alcanzó “True Grit” (“Temple de Acero”) demostraron que los Coen consiguieron hacer un versión novedosa y a la medida de su talento y aunque la película, a final de cuentas, no recibió ningún Óscar, podemos estar seguros que la siguiente creación del director bicéfalo nos dejará con la boca abierta.

El mesías en el cine


La vida de Jesucristo encarna la imagen perfecta del relato mesiánico: las profecías que vaticinan el nacimiento del un “elegido” que vencerá a los invasores romanos y al gobierno pelele judaico y que recuperará los días gloriosos de Israel.

El relato mesiánico se origina en la necesidad de un líder en una comunidad en crisis y se complementa con elementos dramáticos como las profecías, la decadencia de las estructuras del poder, la deseo colectivo por reinstalar una perdida edad de oro, la creencia en el poder del mesías, los esfuerzos de los antagonistas por truncar la vida del elegido, el abandono del héroe recién nacido y su rescate por padres adoptivos, su infancia alejado de la comunidad a la que rescatará y en desconocimiento de su misión, el regreso a la comunidad, la rebelión, la traición, el sacrificio del héroe que redimirá al pueblo, su descenso al infierno (o su alejamiento) y la promesa de su retorno.

La figura del mesías ayuda a configurar la identidad colectiva, la comunidad visitada se enfrenta a una experiencia de cambio en su propia tierra (no hay un viaje iniciatico) y esa transformación es una experiencia a la vez traumática y liberadora a partir de la cual la comunidad encontrará un denominador común que cohesiona.

La figura del héroe secular es un argumento al que se recurre a menudo en cine, sin embargo, llevar la historia del mesías sagrado a la pantalla grande ha significado un sinfín de problemas. La sacralidad nos impone distancia (¿cómo identificarse con un dios?) y la encarnación impone otra barrera qué es lo que se debe representar el sacrificio redentor o la lucha interna del Cristo (sin mencionar las objeciones de conciencia del propio cineasta o de la posibilidad de herir las susceptibilidades de su público).

Por ejemplo, Griffith en “Intolerancia” (1916) optó por una representación iconoclasta, contemplativa y distante al representar la historia de Jesús que contrasta con el tono melodramático de las otras partes del tríptico. Así también, “Rey de Reyes” (DeMille, 1927), “La historia más grande jamás contada” (Stevens, 1965) y “Jesús de Nazareth” (Zeffirelli, 1977) tampoco se atreven a penetrar en el terreno íntimo ni a violentar (o poner en duda) el carácter sagrado del protagonista.

Nicholas Ray en su versión de “Rey de Reyes” (1961) encontró una fórmula para eludir el hermetismo del personaje: apostó a la identificación del espectador con los personajes que rodean al mesías, pero no con Jesús mismo. Este mismo recurso sería usado por Norman Jewison en “Jesucristo Superestrella” (1973) donde los protagonistas reales son María Magdalena (la amante sublimada) y Judas (el amigo traidor). En la controvertida película de Mel Gibson “La Pasión de Cristo” (2004), tampoco hay una identificación con el mesías sino con la injusticia a través de la exacerbación del martirio.

No sería sino hasta “La última tentación de Cristo” que Scorsese logra explicar el relato a través de los ojos del propio Cristo previa desacralización. El mesías duda (muestra una debilidad muy humana) de su condición divina e imagina en el postrer momento qué hubiera sido de su vida de haberse abandonado a la humanidad.

Pero el mesías también se ha encarnado para retratar a personajes históricos investidos de una misión suprema, así, el “biopic” (género biográfico) suele rescatar el dolor íntimo del héroe como en “Espartaco” (Kubrick, 1960); “Gandhi” (Attenborough, 1982); “Malcom X” (Lee, 1992) y “Corazón Valiente” (Gibson, 1995).

Pero es en las películas fantásticas donde el mito del elegido podrá llevarse a su máxima expresión: Luke Skywalker de la saga “La Guerra de las Galaxias” (Lucas, 1977-1982); “Superman” (Donner, 1978); “E.T.” (Spielberg, 1982); John Connor en la saga “Terminator” (1984-2003); Roy, el replicante, de “Blade Runner” (Scott, 1982) o Neo de la trilogía “Matrix” (Hnos. Wachowski, 1999-2003) son ejemplos que cumplen a cabalidad con la iconografía del mesías.
.
¿Preparado para la llegada del nuevo mesías?

La búsqueda del tesoro


La trama se desarrolla en un marco exótico ya sea geográfico o histórico, el héroe (que representa el Bien) y su incondicional compañera están inmersos en la búsqueda de un tesoro, pero su trayecto está sembrado de pruebas y de la constante presencia de un antagonista maligno. Ya tenemos una película de aventuras.

Este género, casi exclusivo de Hollywood, se caracteriza por su tratamiento desenfadado y lúdico de temas y lugares llamativos donde el público puede compartir las escapadas espectaculares y los combates singulares del héroe inmaculado.

El cine de aventura sólo busca la diversión y evasión del espectador, así mientras más improbable sea el escenario (selvas, desiertos, ciudades perdidas, mares o galaxias) mayor será la posibilidad por vernos sorprendidos por peligros desconocidos y por la habilidad escapista del héroe que podrá encarnarse en Tarzán, El ladrón de Bagdad, Indiana Jones, Jack Sparrow o Luke Skywalker.

Todo héroe aventurero es Jasón en su búsqueda del vellocino de oro y como él, deberá afrontará las mismas vicisitudes: el encargo previo, el trayecto largo y arriesgado, el duelo al final del camino, la ayuda amorosa, la huida también arriesgada, el retorno victorioso y la posibilidad de una nueva aventura.

Jasón, hijo del derrocado rey de Yolco es enviado por su tío, el soberano espurio, a la búsqueda del mítico vellocino, una piel mágica de carnero que protege a quien lo posee. Si lo trae consigo podrá recuperar el trono.

Jasón y los argonautas en un viaje lleno de peligros llegan a su destino, pero hacerse del vellocino implica superar otros retos, pero la suerte sonrié a Jasón, contará la ayuda de la enamorada hija del rey de la Cólquide, Medea, quien en un acto desesperado para permitir que Jasón escape con el tesoro, descuartiza a su hermano.

La búsqueda del tesoro representa una purificación espiritual: un objeto maravilloso se transforma en un objeto de trascendencia y los retos del héroe son pruebas de su constancia para alcanzar la redención y la lucha con el Mal representado por el antagonista no es más que el enfrentamiento con sus propias debilidades.

Muchos cineastas, como Hitchcock quien lo definió como MacGuffin, han descubierto las posibilidades dramáticas de la búsqueda del objeto codiciado y lo han rebajado a un simple pretexto para detonar situaciones emocionantes. Lo importante es el viaje y no hacerse del objeto. El tesoro está hecho de la materia que se construyen los sueños (“El Halcón Maltés”, Huston, 1941).

De esta forma, el tesoro se transformó en la época de la Guerra Fría en la fórmula secreta, el microfilm o el arma secreta de cuya recuperación depende el mantenimiento de la paz mundial. Jasón se vistió de smoking para encarnar al flemático agente 007, James Bond, quien será auxiliado en sus aventuras por una cohorte de bellas y descartables medeas. Las películas de espías, el cine negro, las policiacas y el thriller abrevan en el mito argonáutico.

También podemos encontrar el argumento del viaje en algunos road movies (“Easy Rider”, Hopper,1969), donde hay una pulsión por escapar del hogar (antes que buscar el regreso) y en otras películas donde la travesía no tiene un fin (“Sin aliento”, Godard, 1960; “El cielo protector”, Bertolucci, 1990; “Fitzcarraldo”, Herzog, 1983).

Y por último, Argos se adentra en el espacio, la última frontera del cine de aventuras es la ciencia ficción donde podemos encontrar las evidentes “Star Trek” o “La Guerra de las Galaxias”, pero también a viajeros como David Bowman de “2001, Odisea del Espacio” (Kubrick, 1968) y a su antagonista computarizado Hal 9000, y también al solitario Kevin que encontrará en su viaje a Solaris (Einsenstein, 1972) su destino final.

Las películas de aventuras sólo pretenden divertir al espectador, pero el mito que las sustenta, la búsqueda de la trascendencia, es un argumento muy rico y que puede encontrarse en infinidad de filmes de “mayor envergadura”. ¿Te unes a la aventura?